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Marcela y la muerte de cerca

Por Erika Rivero

Tiene la voz ronquita.

Le cuesta trabajo hablar.

Tiene la boca seca y carraspea al terminar una frase.

Aún le duelen los huesos, las articulaciones, le pica la piel.

«Esto es un infierno, fue horrible… la soledad absoluta, el aislamiento, la sensación de no poder respirar, creer que la bocanada de aire que doy puede ser la última…

Pensé en la muerte, sentí la muerte: al mismo tiempo cuando entraba a emergencias del hospital La Margarita porque ya no podía respirar, vi cómo salían dos camillas… eran dos personas que acababan de morir de Covid.

En ese momento toda la realidad me cayó encima: supe que podía morir yo también.

Jamás había sentido eso: la debilidad, la vulnerabilidad, el dolor, el cansancio físico todo el tiempo, el miedo que se convertía en pánico… yo, una mujer todavía joven, saludable.

No sabía cuán doloroso era respirar, lo difícil que era…

A mi alrededor vi cómo la gente se rendía: se quitaba el respirador, el oxígeno, no comía… ya no querían luchar…

Yo pensaba… mi hija, mi hija todavía me necesita, y de eso me aferré… no soy tan buena católica, pero creo en Dios… y recé, sola, recé para salir de esto…».

Marcela, de 44 años, es una sobreviviente del Covid-19 y narra su experiencia en el programa Los Conjurados.

Lo que no te dicen en las noticias es que después de infectarte no quedas igual: el tejido del pulmón infectado se cicatriza y no vuelve a funcionar, sin mencionar las afecciones en los riñones, hígado y otros órganos. Aunque te salves, tu salud queda mermada para siempre. No vuelves a ser la misma.

Mientras sucede la entrevista el lunes por la noche, circulaba en los noticieros nocturnos… «Sin importar que Puebla capital se encuentra en “semáforo rojo” y en riesgo máximo de contagios por Covid-19, al menos 60 jóvenes, entre ellos menores de edad, asistieron a una «Covid-19 Fest» en la colonia Constitución Mexicana y que terminó siendo clausurada por el Ayuntamiento de Puebla».

Las crónicas narraron que los chavos pagaron su entrada de 35 pesos para tener acceso a un lote baldío, convertido en «salón de fiestas» en donde podían comprar alcohol. Cuando llegó la policía, ya mayoría estaba «enfiestada», tal vez por eso, se armaron de valor para mentarle la madre a la policía por «aguar la fiesta» … uno, osado, le arrojó un vaso (de plástico, por fortuna) con cerveza a un policía municipal por la espalda, entre gritos de «malditos, ojalá se los lleve la chingada» .

Marcela acaba de regresar a su casa, con su hija y su mamá, a quienes casi no ve por miedo a contagiarlas.

Vive en un pequeño departamento, por eso, se obliga a permanecer en su habitación todo el tiempo. Su mamá le pone la charola de comida en la puerta de su recamara… le habla amoroso, pero detrás de la puerta.

Solo le sobreviven un puñado de amigos. Los demás se fueron.

En su trabajo le exigieron discreción.

«Tuve que salir a trabajar (despacha productos en los autoservicios), y entre tantos contactos, me contagie. No sé en dónde. No tengo la menor idea. Con todo y de que me cuidé mucho, me lavaba las manos, utilizaba guantes y el cubre bocas» .

Por momentos Marcela no puede evitar sentirse triste y profundamente sola.

«Pero Dios quiso darme otra oportunidad… y le doy gracias por eso…» .

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