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Serbia y el final de una familia mal avenida

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Enrique Delfín / VIAJERO INCANSABLE

La península de los Balcanes, en el sureste de Europa, es un área relativamente pequeña, pero de gran importancia estratégica por ser una de las puertas de entrada a Asia. Eso la convirtió en botín de guerra de varios imperios y civilizaciones, y en un centro de conflicto permanente por albergar a muchos y muy disímbolos pueblos —hoy en día son doce países las que conviven ahí–, separados por unos cuantos kilómetros, pero también por insalvables abismos culturales, religiosos e históricos a pesar de que todos comparten una misma raza, la eslava (con excepción de los rumanos, griegos, albaneses y turcos).

Desde la prehistoria hasta el siglo XX fueron muchas más las guerras que los periodos de paz en ese turbulento territorio, pero quiso el destino y el capricho de las naciones poderosas que rigen al mundo que, después de la Primera Guerra Mundial, una parte de la península —la más conflictiva históricamente–, fuera convertida “voluntariamente a fuerza” en una nación bautizada Yugoslavia. Los pueblos afectados por tal decisión se resignaron a vivir como una curiosa familia, cuyos miembros tenían en común su origen eslavo, pero también una historia de odio y animadversión mutuos.

Uno de esos pueblos, el serbio, muy afecto a la beligerancia y el orgullo étnico, seguramente estuvo de plácemes con la creación de Yugoslavia porque su milenaria ciudad Belgrado fue elegida capital del nuevo país, lo que les dio poder e influencia sobre los otros. No faltó quien comenzara a soñar con la Gran Serbia —un mito del siglo XIX que promueve el derecho de los serbios sobre buena parte de los Balcanes–, pero la caída del bloque soviético en 1991 (del que eran aliados) dio al traste con sus ambiciones.

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Bastaron quince años para que Yugoslavia se desintegrara en medio de una espantosa guerra e inconcebibles desastres humanitarios. La gran perdedora fue la orgullosa Serbia, que vio impotente cómo se le independizaban Eslovenia, Croacia, Macedonia, Montenegro y Bosnia y Herzegovina. Para colmo de males, en el 2008, su provincia Kosovo también declaró su soberanía, y aunque a la fecha ha sido reconocida sólo por 112 de los 193 miembros de la ONU, ya está autogobernada de facto y es difícil que vuelva al control serbio.

Total, que del sueño de la Gran Serbia sólo queda un territorio apenas dos veces mayor que el de nuestro estado de Puebla. Sin embargo, el legendario orgullo serbio ha demostrado tener un lado positivo: a pesar de estar enfrentando muchos problemas económicos derivados del largo conflicto con sus ahora vecinos, Serbia ha sabido encausar sus esfuerzos y actualmente goza de un nivel de desarrollo medio-alto —según el Banco Mundial–, además de que ya se aceptó su candidatura para formar parte de la Unión Europea.

Y… ¿vale la pena ir a Serbia?

¡Claro que sí! Tiene muchos tesoros naturales y arquitectónicos y es muy barata para el viajero, a diferencia de Europa occidental. Uno de sus mayores atractivos es su capital, Belgrado, con su casco antiguo construido sobre una colina en la confluencia de los ríos Danubio y Sava. Ahí destacan el templo de San Sava (la iglesia ortodoxa más grande de los Balcanes) y la imponente fortaleza Kalemegdan, que construyeron los romanos hace más de mil 500 años.

Las delicias gastronómicas serbias, la animada vida nocturna en bares y antros flotantes en el río Sava, y la aún baja afluencia de turistas hacen de una visita a Belgrado un gran placer.

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