María Luisa Deles / ESCRITORA
Un epitafio, señores, es una inscripción, tradicionalmente en verso y puesta sobre una lápida, que se escribe con el propósito de honrar al difunto. Como gran parte de las palabras que conocemos y utilizamos cada día, proviene del latín, en este caso epitaphium, compuesto de dos voces griegas epi, sobre, y taphos, tumba. Más claro ni el agua. No contempla sinónimos ni antónimos y, como dato curioso, conserva su construcción primaria en la mayoría de las lenguas que se hablan en el mundo actual (no, en chino mandarín, no). Pero, además de enaltecer las cualidades que en vida caracterizaron a una persona, el epitafio lleva la intención de concientizar sobre lo efímero que resulta el goce mundano.
Así, pues, si su misión en esta vida, señores míos, ha sido la de alcanzar el éxito y rodearse de primorosos enseres materiales, sepan que al más allá no acarrearemos ni un lápiz. Su cometido —quiero decir, el del epitafio– es el de recordarnos que antes o después, tarde o temprano, ahorita o mañana, todos acabaremos tres metros bajo tierra y convertidos en polvo. Los hay de toda índole: poéticos, admonitorios, entrañables, chuscos, al ahí se va y al calce. El morbo que ciñe al inexplicable acto de morir ha sido objeto de estudio y recopilación de muchos curiosos (heme aquí). Nos llaman a ello el misterio y la nostalgia, el reclamo tardío, la compungida disculpa o la promesa de un próximo reencuentro. Si morirse es la frontera que divide a lo terrenal de lo inexpugnable, el epitafio es el diálogo desde el umbral, una nota vulnerable en la escala que va de lo efímero a lo insalvable. “No somos nada”. Echemos, señores, un vistazo:
Los literarios
Sobre la tumba del chileno iniciador del creacionismo se puede leer la siguiente inscripción: “Aquí yace el poeta Vicente Huidobro, abrid su tumba, debajo de su tumba se ve el mar. Y sí. Según sus deseos, el poeta fue enterrado en la colina que se encuentra detrás de la que fue su última morada, la casa que le heredara su madre en la zona costera de la región de Valparaíso.
Otro epitafio chileno es el de la gran Gabriela Mistral: “Lo que el alma hace por su cuerpo, es lo que el hombre hace por su pueblo”. Por su parte, el maestro Pablo Neruda —quien acaba de ser enterrado por cuarta vez, luego de que su cuerpo fuera exhumado para esclarecer los macabros misterios que rodearon su muerte– descansa por fin, o al menos así lo esperamos, en Isla Negra, la más querida de sus propiedades. “Compañeros, enterradme en Isla Negra, frente al mar que conozco”, pidió. ¿Toman nota de la extrema fijación de los poetas con el mar?
Otra dedicatoria hermosa y muy sentida, es la que Lord Byron inscribió sobre la tumba de su perro Botswain: “Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios.” Molière, por su parte, tuvo la curiosidad de dejar escrito el suyo: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto, y de verdad que lo hace muy bien.” Y el de Orson Welles: “No es que yo fuera superior, es que los demás eran inferiores”.
Los humorísticos
Groucho Marx, el humorista y escritor estadounidense, había pensado para su propia muerte una cortesía: “Disculpe que no me levante, señora”, mientras que el español Enrique Jardiel Poncela decidió para su vida eterna una gran verdad: “Si queréis los mayores elogios, moríos”.
Carlos Felipe Arias García se dio a la tarea de citar para el periódico El Occidental, una serie de 62 epitafios célebres de entre los que sobresalen el que Groucho Marx pensó para la lápida de su suegra: “Hip, hip, ¡hurra!”. Y estos cuatro procedentes de un cementerio en Cuba: “Aquí descansa mi querida esposa, Brujilda Jalamonte. Señor, recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando”; “Aquí descansa Pancracio Juvenales. Buen esposo, buen padre, mal electricista casero”; “Gustava Gutiérrez Guzmán QEPD. Recuerdo de todos tus hijos (menos Ricardo, que no dio nada)” y, “Tomás Jimoteo Chinchilla. Ahora estás con el Señor. Señor, cuidado con la cartera”.
Recordarán, señores, aquella frase con que terminaban los episodios de Porky, el famoso personaje de dibujos animados: “Eso es todo amigos”. Pues bien, sepan que se ha convertido en el epitafio de Mel Blanc, actor que le daba voz al cerdito. Hemos de morir, porque de no hacerlo, la vida se nos convertiría en un deambular insufrible de proporciones grotescas. Recomiendo entonces que la banalidad no se vuelva batuta y que el goce de existir nos prepare para un plácido adiós (dentro de muchos, muchos años).
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