Ser padre es abrir el corazón y permitir sensibilizarlo para compartir tareas que hasta hace poco tiempo le eran totalmente ajenas.
ÉRIKA RIVERO ALMAZÁN / Editora de Más Sana
¡Se acabó el cliché masculinizado de convertirse en padre al procrear a un hijo! Hoy sabemos que eso lo puede hacer cualquiera. Alcanzar el título de padre implica un acto de verdadero valor consciente, que de hecho atemoriza a cualquier hombre maduro y aterra al grado de la inmovilidad a los jóvenes, al punto de preferir en su futuro no permanecer ligados a una obligación tan costosa (no solo monetariamente hablando) como el hacerse cargo de un bebé.

Y es que a estas alturas de nuestros tiempos ya no sólo se considera aportar “la leche y los pañales”, tampoco de mantener una casa o a una pareja. Ser padre es abrir el corazón y permitir sensibilizarlo para compartir tareas que hasta hace poco tiempo le eran totalmente ajenas: levantarse en la madrugada para alimentar al bebé que llora, cambiarle el pañal, llevarlo en la carreola o en la cangurera para hacer el súper, leerle cuentos, cargarlo y acariciarlo, jugar, besarlo… ¡en fin!
La situación se complica cuando la pareja decide separarse y es él quien debe hacerse cargo toda una semana, un fin de semana o las vacaciones. ¡La verdad es que hoy se espera mucho de los padres! Hay quienes renuncian al desafío y se retiran, aun cuando su hijo ya está aquí y demanda su presencia.
La huella de abandono que dejan como herencia a sus hijos es dolorosa. Dolorosísima. Sin embargo, hay muchos otros hombres que aceptan la misión. Se convierten en padres de sangre o del corazón: se quedan y pelean contra sus propios miedos, inseguridades, deficiencias, errores. Fallan muchas veces, se lamentan otras, piensan con temor que no tienen la suficiente fuerza para encarar bien su rol. Su vital e imprescindible rol.
Se caen, se levantan, aprenden, se cansan, se tropiezan. Pero al final, como pueden, se ponen de pie. A ellos, los valientes, va dirigido este número de Más Sana. En su honor.
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